En 2012, Uruguay atravesaba una profunda crisis de seguridad. La violencia asociada al narcotráfico, sumada a una creciente sensación de inseguridad, generaba tensiones tanto en la ciudadanía como en el sistema político. Uno de los hechos que marcó un antes y un después fue el asesinato de un trabajador durante un asalto en Montevideo, un caso que se convirtió en símbolo del hartazgo social y la urgencia de buscar nuevas respuestas.
Ese crimen, ampliamente difundido por los medios, no fue un hecho aislado, sino una expresión más de un problema estructural que exigía otro tipo de soluciones. Para el entonces presidente José Mujica, representó un punto de inflexión que lo llevó a reunirse con su círculo más cercano y comenzar a delinear una estrategia alternativa, una que rompiera con el paradigma de la represión como única respuesta al narcotráfico.
Fue en ese contexto que nació la propuesta de legalizar y regular el mercado del cannabis. No como una medida para fomentar el consumo, sino como una forma de quitarle poder al mercado ilegal y reducir la violencia que genera. Mujica lo explicó públicamente semanas después, en una cadena nacional donde habló de una "crisis de convivencia" que requería nuevas formas de abordaje.
La iniciativa fue presentada al Parlamento en agosto de ese mismo año y, tras un intenso proceso de discusión y resistencia social, fue finalmente aprobada en diciembre de 2013. Así, Uruguay se convirtió en el primer país del mundo en regular toda la cadena del cannabis: desde el autocultivo, pasando por los clubes de membresía, hasta la venta controlada en farmacias, bajo supervisión estatal.
El modelo uruguayo marcó un hito internacional en las políticas de drogas, abriendo un camino para pensar el problema desde la salud pública y la convivencia ciudadana. Más allá del caso puntual que aceleró la discusión, lo que se consolidó fue un giro histórico que posicionó a Uruguay como referente global en la búsqueda de soluciones audaces y estructurales frente al narcotráfico.